El ritual sagrado del más acá: Rituales especulativos para habitar el intermedio

Hace unos meses tomé la decisión de dejar mi país para estudiar una maestría. Después de atravesar una licenciatura, una pandemia y los ritmos acelerados de la vida laboral, comencé a sentir desconexión.

El ritual sagrado del más acá: Rituales especulativos para habitar el intermedio

Por Claudia Gallardo

Había perdido de vista algunas formas de ver el mundo con las que crecí y esa distancia fue transformando mi rutina en una estructura rígida, casi sin sentido. Este nuevo proceso fuera de casa se convirtió, entonces, en una oportunidad para reconectar con mis raíces y explorar sus múltiples interpretaciones. Fue en medio de esa búsqueda que nació el proyecto el Ritual Sagrado del Más Acá.

Más allá de lo paranormal

Tengo una profunda fascinación por la magia, el espiritismo, las vidas pasadas y todo lo paranormal enraizado en las narrativas populares peruanas. Me atrae esa zona borrosa entre lo visible y lo invisible, lo tangible y lo que simplemente se sabe o aquello a lo que solamente se le atribuye la “fe”. Por eso, cuando me dieron la libertad de escoger el tema para mi proyecto de co-diseño de futuros —una unidad de la maestría—, supe que debía trabajar con este lado de mis intereses bajo la arista de la innovación social. Aún así, sabía que no podía abordarla desde una mirada estrictamente académica; también necesitaba que fuera sensible y enraizada en mis propias memorias.

Entonces me enfrenté a una pregunta enorme y algo desordenada: ¿Por dónde empezar a hablar de la muerte, de la memoria, del olvido, del archivo, de lo que no se nombra, de las historias que no se cuentan y de la soledad que muchas veces nos impide contarlas?

Durante mi pregrado llevé clases de Filosofía Moderna, y dos de los conceptos que más me marcaron fueron la idea de la inmortalidad del alma y la teoría de la reminiscencia de Sócrates en Platón. Me emocioné regresando a estos conocimientos, pero también me detuve. Recordé que vengo de una geografía en la que ya había pensado la muerte, el alma y las memorias mucho antes de que otros hombres del norte global pusieran esas palabras en papel. Así que decidí seguir el hilo rojo hacia mis propios orígenes.

Indagué sobre cómo se vive la muerte en distintas cosmovisiones de Latinoamérica y recogí que en muchas de ellas —y en contraposición a la visión de Descartes— el alma no se disocia del cuerpo, ni de la tierra, ni del tiempo. En el pensamiento andino, por ejemplo, “ser en-ayllu” es habitar un tejido vivo donde humanos, montañas, animales, plantas y espíritus coexisten como hilos entrelazados: nada existe por sí solo, todo co-emerge en relación (Escobar, 2017). Este modo de comprender el mundo, es llamado por Escobar como una ontología relacional, donde “nada preexiste a las relaciones que la constituyen” (Escobar, 2017).

Morir, entonces, no es desaparecer, sino transformarse dentro de esa red continua. Es más, nuestras prácticas de velorio, de conversar con los espíritus, de hacer ofrendas, o incluso de cocinar para quienes se fueron, son formas de mantener presente lo que “murió” y continuar tejiendo con ellos nuestras realidades.

Fue en ese mismo camino que me encontré con el pensamiento de Silvia Rivera Cusicanqui, cuya mirada sobre el tiempo y la memoria expandió aún más mis preguntas. En su mirada, el tiempo no avanza como una flecha, sino que se mueve en espiral: el pasado no queda atrás, sino que vuelve y dialoga con el presente, como ella señala:

“No hay ‘post’ ni ‘pre’ en una visión de la historia que no es lineal ni teleológica, que se mueve en ciclos y espirales, que marca un rumbo sin dejar de retornar al mismo punto. El mundo indígena no concibe a la historia linealmente, y el pasado-futuro están contenidos en el presente: la regresión o la progresión, la repetición o la superación del pasado están en juego en cada coyuntura y dependen de nuestros actos más que de nuestras palabras.” (Rivera Cusicanqui, 2010)

Desde este marco, la muerte no interrumpe el tiempo: lo reconfigura. Recordar no es mirar hacia atrás, sino abrir espacio para lo que aún respira en nosotros. No se trata de revivir un pasado con nostalgia ni de cerrar heridas para avanzar, sino de habitar una memoria como forma de lucha. Sin embargo, esta es una tarea exigente para quien la emprende, que depende de factores tanto internos como externos.

Compostar el duelo en Latinoamérica

Latinoamérica es un territorio atravesado por una historia larga de violencias: conflictos armados, desplazamientos forzados, extractivismo, narcotráfico, corrupción, etc. Realidades que, aunque diversas, comparten un sentimiento común: el dolor. Duelen no solo por lo vivido, sino porque muchas veces se repiten. Nos mantienen, como diría Silvia Rivera Cusicanqui, “en un presente colonizado”, donde los efectos del pasado no han desaparecido, sólo han mutado y cambiado de rostro. En este escenario no es necesario que una potencia extranjera se apropie del territorio: las jerarquías y opresiones heredadas del colonialismo siguen vivas, reorganizando la experiencia desde dentro de nuestras propias sociedades poscoloniales (Cusicanqui, 2010).

En medio de este desgaste, ¿cómo sobrevivir? Muchas veces, la única estrategia es desconectarse del dolor, evadirlo y huir porque el sistema no contempla la fragilidad: exige éxito y resiliencia, incluso de quienes nacen privados de lo más esencial para vivir. Y sin embargo, esa sensación de impotencia se vuelve casi inevitable cuando se observa el mundo únicamente desde la perspectiva de una política de “estado-nación”: una visión que encapsula los conflictos estructurales en marcos rígidos,  demasiado complejos para ser transformados, y donde se desactiva la agencia de las personas sobre sus propias realidades. Ante ello, Rivera Cusicanqui (2018) plantea una alternativa poderosa: recuperar el pensamiento y el lenguaje indio como modelo para salir de la crisis del colonialismo. Sin embargo, no se trata de apropiarse de lo indígena ni de idealizarlo como esencia de las naciones modernas, sino de visibilizar la colonización interna, historizar el mestizaje y valorar las memorias que emergen desde lo cholo y lo indígena (Rivera Cusicanqui, 2018). Reconocernos en estas genealogías, incluso si no nos sentimos del todo parte, podría ser un primer paso para no ceder nuestra subjetividad al cinismo del poder y, en cambio, habitar el presente con memoria crítica.

Desde otro hemisferio, pero en una resonancia similar, emergen las palabras de Donna Haraway, quien también me ayudó a pensar de otro modo la permanencia del dolor: el compost. En Staying with the Trouble, Haraway propone una ética situada que no busca limpieza, ni solución, sino trabajar con lo que queda. El compost —esa mezcla de residuos orgánicos— se convierte en metáfora de vida posible: allí donde hubo pérdida, también puede haber transformación. Pero el compost no se acelera. Requiere tiempo, humedad, paciencia, y sobre todo, co-presencia. Es, como ella lo llama, un acto sympoietic: algo que solo puede hacerse con otros (Haraway, 2016).

Aquí me detengo. Porque hablar de “compostar el duelo” en este contexto, no es un acto ingenuo. No se trata de romantizar el dolor ni de convertir la injusticia en metáfora. No se trata de “soltar”, “superar” o “cerrar ciclos” como se suele repetir en discursos de autoayuda. Compostar el dolor es, en cambio, una forma de estar con él, de trabajarlo con paciencia y con otros, sin perder de vista sus causas estructurales. Es una práctica de cuidado radical que reconoce tanto lo que duele como lo que lo causa, para abrir la posibilidad de que algo más —algo inesperado— pueda crecer de él (Haraway, 2016). 

El ritual/taller como artefacto especulativo

Luego de haber recorrido estos pasajes de conocimiento y cuestionamientos, me llené de nostalgia y emociones que no sabía cómo procesar. Solo podía digerirlas con uno de mis boleros favoritos: Sabor a Mí. Siempre me conmovió esta canción, pero por primera vez sentí que me hablaba y me invitaba a actuar.

“Pasarán más de mil años, muchos más... yo no sé si tenga amor la eternidad... pero allá, tal como aquí, en la boca llevarás… sabor a mí.” Eydie Gorme y Los Panchos

Decidí confiar en ella. Y dije: ¡Claro! ¿Y si usamos la comida como ese espacio para recordar, imaginar y componer con lo que falta? Finalmente, el sabor de todo eso que nos duele —lo no dicho, lo perdido, lo que persiste— es lo que inevitablemente llevamos en la boca, en el cuerpo.

Con esa idea nació el Ritual del más acá, un laboratorio especulativo dividido en dos bloques. La primera dinámica, Recipes for Missing Ingredients, se basó en una exploración culinaria de recetas con ingredientes faltantes, donde repensamos la historia más allá de un archivo lineal. A partir de ella, escogimos los insumos con los que continuamos hacia el segundo bloque en el que nos dedicamos a imaginar colectivamente cómo podríamos habitar el “intermedio”, reconociendo la complejidad de lo que nos duele sin intentar resolverlo. 

Para las Recipes for Missing Ingredients, cada grupo recibió una receta a la que le faltaba un ingrediente clave. Los ingredientes fueron cuidadosamente seleccionados por su carga sensorial: ajo, tomate, salami... elementos que dejan olor o que manchan, tal y como las memorias que duelen o las voces que no llegaron al archivo. Junto a cada receta había una tarjeta con preguntas para guiar la reflexión: ¿Qué ingredientes podrían faltar? ¿Por qué no están? ¿Qué pasaría si sólo cocináramos con lo visible?

La conversación inició con la comida. Hablamos de sabores, de texturas, de lo insípido que puede resultar un plato sin aquellos elementos. Cada persona imaginó un ingrediente distinto como el “faltante”, y ninguna respuesta se sintió incorrecta. Si bien había un ingrediente real eliminado en cada receta por la logística del taller, lo que verdaderamente importaba era cómo cada quien interpretaba esa ausencia.

Y entonces, desde el diálogo, lanzamos esta pregunta: ¿Y si pensamos en las recetas como nuestras historias, y en los ingredientes como esas voces que a veces son silenciadas?

Todo cobró otra dimensión: las recetas incompletas ya no eran solo ejercicios lúdicos, sino esta representación de los archivos con vacíos. La comparación funcionó porque el sabor también es memoria. Y porque una historia cocinada solo con lo visible puede parecer funcional, pero sabe a poco… Como esas recetas sin ajo, sin tomate, sin el menjunje de sabores. En términos narrativos, como una historia hecha sólo desde la perspectiva del “héroe” (Le Guin, 1986).

Luego vino el momento individual. Cada persona eligió algo que no había sido dicho, algo que dolía, o algo silenciado. Les invité a encuerpar ese ingrediente faltante para traerlo al presente y sostenerlo en sus manos, aunque no se compartiera en voz alta. El espacio no exigía exposición. Si alguien quería hablar, sería bienvenido, pero también estaba bien quedarse en silencio. El cuidado, aquí, era una forma de contención.

Después, volvimos a la mesa para cocinar. Jugamos con ingredientes, con combinaciones nuevas, con versiones reimaginadas de las recetas. Fue una cena lúdica e íntima. Y sin decirlo del todo, recordamos que la historia también es eso: una mezcla colectiva, una receta en constante transformación. Siempre hay espacio para algo que falta, para algo que se intercambia y siempre es algo que se puede compartir.

“Y sin decirlo del todo, recordamos que la historia también es eso: una mezcla colectiva, una receta en constante transformación. Siempre hay espacio para algo que falta, para algo que se intercambia y siempre es algo que se puede compartir.”

Finalmente, cerramos la noche habitándonos en ese “intermedio” al que tanto convocan Rivera Cusicanqui (2018) y Haraway (2016). Les invité a detenerse frente a ese conflicto que habían elegido, y a reconocer la complejidad de intentar “solucionarlo”. No para resolverlo ni para darle la espalda, sino para imaginar —aunque sea por un momento— qué podría significar quedarse ahí, en ese espacio inestable… sin respuestas, pero con todo lo que implica.

En ese último momento de discusión, noté que, a través de la cena, habíamos creado un espacio de confianza incluso en medio de la incertidumbre. Varios de los participantes se animaron a compartir sus procesos individuales. Nombramos frustraciones y dolores, pero también tejimos una sensación de presencia compartida en nuestras distintas luchas. Por un momento creamos un lugar para vivir a través de ellas.

¿El fin?

Más que pensar en el impacto que pudo o podría tener en otras personas, este proyecto fue, ante todo, un ejercicio de reprogramación interna. Una forma de cuestionar lo que daba por sentado y de visualizar otras maneras de concebir mi universo desde mis orígenes, mi realidad. A través de El Ritual del Más Acá, elegí estar presente para no dejar morir esas formas de ver el mundo que formé cuando era niña, pero que con los años fueron silenciadas. Hoy sé que elijo vivir y morir con ellas, con responsabilidad y abrazando la constante compostabilidad.

Este ritual no tiene un cierre definitivo, ni desea tenerlo: continúa como un proyecto en movimiento, que se transforma con cada nueva conversación o memoria compartida. Me interesa pensar en esta práctica no como un producto, sino como una forma de resistencia afectiva y sensible a los sistemas que nos exigen pureza, eficiencia o resolución.

Y pienso especialmente en Latinoamérica —más concretamente, en Perú. Un país donde la precariedad del sistema público, la desinformación en redes sociales y el estado de emergencia se combinan en una suerte de desgobierno emocional, donde nadie parece asumir responsabilidad… En ese contexto, se vuelve indispensable no dejar de imaginar nuevas —o viejas— formas de habitar lo que nos duele.

Porque al dejar de imaginar, cedemos nuestra realidad a quienes sí lo hacen. Y muchas veces, esas narrativas imaginadas desde el poder no nos contienen, no nos cuidan. Por eso, aunque este proyecto haya comenzado como una especulación, sigo preguntándome:

¿Cómo podrían países como el mío aprender a imaginar habitando el dolor, sin romantizarlo ni negarlo?


Bibliografía

  • Escobar, A. (2017). Autonomía y diseño: La realización de lo comunal (1ª ed.). Tinta Limón.
  • Haraway, D. J. (2016). Staying with the trouble: Making kin in the Chthulucene. Duke University Press.
  • Le Guin, U. K. (1986). The carrier bag theory of fiction. In E. B. Marks & C. Courtivron (Eds.), The new feminist criticism: Essays on women, literature, and theory (pp. 165–170). Pantheon Books.
  • Rivera Cusicanqui, S. (2010). Ch’ixinakax utxiwa: Una reflexión sobre prácticas y discursos descolonizadores. Tinta Limón.
  • Rivera Cusicanqui, S. (2014). Mito y desarrollo en Bolivia: El giro colonial del gobierno del MAS. Plural Editores y Piedra Rota. 
  • Rivera Cusicanqui, S. (2018). Un mundo ch’ixi es posible: Ensayos desde un presente en crisis. Tinta Limón.

Sobre la autora

Claudia Gallardo Landauro es una diseñadora y artista peruana que explora, a través del juego y la imaginación, temas como el feminismo, la identidad colectiva y el cuidado, entendidos como medios para co-crear realidades alternativas. Es licenciada en Gestión Empresarial por la Pontificia Universidad Católica del Perú y ha trabajado en diseño estratégico, siendo su último cargo el de Senior Service Designer en Yape. Actualmente, cursa una Maestría en Diseño para la Innovación Social y Futuros Sostenibles en la Universidad de las Artes de Londres.

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